sábado, 26 de febrero de 2011

En el ascensor

María llegó al portal de Pedro, llamó al timbre y escuchó la voz distorsionada de su amigo:
-sube.

Entró en el portal, la pintura de las paredes estaba desconchada y tenía una gran escalera de madera.
Tras la escalera, como en el hueco de la basura estaba el ascensor. Era viejo y olía a cerrado, con una puerta metálica que en su tiempo había sido roja, ahora era casi marrón.
María abrió la puerta del ascensor, era muy pesada, tuvo que usar las dos manos. Entró y la puerta se cerró tras un golpe seco.
Por dentro, el ascensor era gris, tenía un espejo en frente de la puerta y estaba iluminado con un fluorescente que con su luz blanca creaba una atmósfera rara, como de hospital.

Pulsó el cinco y la maquinaria del ascensor comenzó a funcionar, hacía ruido, parecía que le costaba arrancar. De repente el ascensor se sacudió, empezaba a subir.
Olía a viejo, María se giró para mirarse en el espejo y escuchó un ruido, como el de un reloj pero más rápido, tic tac, tic tac.
Buscó de dónde vendría, miró hacia arriba y vio que el fluorescente estaba protegido tras una placa metálica. No se veía el tubo, solo la luz a través de unos agujeros de la placa.
No parecía que viniese de arriba. Tic tac, tic tac, pero ¿qué era?
Miró la pantalla del ascensor, segundo. No podía ser, le parecía llevar ahí un buen rato como para haber subido solo dos pisos.
Y el ruido, tic tac, tic tac.
El ascensor se movía un poco, como si no estuviese bien asegurado, María miró hacia sus pies y vio que en el suelo había una mancha, grande y oscura.
Tic tac, tic tac.
Se estaba poniendo nerviosa, notaba como se le cerraba la boca del estómago, respiró hondo, le costaba llenar los pulmones.
Miró la pantalla, tercero.
Se puso más nerviosa, intentaba respirar hondo para relajarse, pero le costaba coger aire, tenía calor.

Tic tac, tic tac.
Buscó el ruido, parecía que venía de su derecha, pero sonaba dentro del ascensor y a su derecha solo había pared, no podía ser.
Se dio la vuelta, estaba de frente a la puerta y por la ventana con un cristal amarillo veía la pared del hueco del ascensor. Todo el rato veía pared, parecía que no llegaba nunca a ningún piso.

Resopló, tenía la sensación de llevar horas en el ascensor, quería salir de ese cubículo.
Tic tac, tic tac.
El fluorescente hizo un pequeño zumbido y empezó a parpadear, María se apoyó en la pared, se estaba mareando.
Se apagó la luz, la luz roja que iluminaba los pisos en la pantalla del ascensor era lo único que se veía. Se iluminó el cuatro, ya solo quedaba un piso.
Tic tac, tic tac. Cerró los ojos, intentaba localizar el ruido, ahora estaba encima de su cabeza, levantó la vista y en ese momento la luz parpadeó, deslumbrándola. Se miró al espejo, la luz se encendía y se apagaba, en el espejo su reflejo estaba tapado con un manchurrón blanco debido al deslumbramiento del fluorescente.

Al ruido misterioso se le unió el zumbido del fluorescente, María estaba mareada, respiraba muy rápido, sabía que eso no era bueno, pero no podía evitarlo, era la única manera de hacer llegar el aire a los pulmones.
Tic tac, tic tac.
Un golpe seco, el ascensor se sacudió, el zumbido paró y el tic tac desapareció, la luz ya no parpadeaba, se quedó encendida.
María levantó la cabeza y respiro hondo, había llegado. Rápidamente abrió la puerta y salió al descansillo, se encontraba mal, tenía la boca seca y seguía mareada.
Al final del descansillo Pedro abrió la puerta de su casa.
-Oye, se me ha acabado la leche, bajamos a comprarla de un momento, ¿vale?

martes, 22 de febrero de 2011

El pintor ciego

Había un pintor que no era muy bueno ni tampoco muy malo, ni muy feo, ni muy guapo, ni muy simpático, ni muy antipático, todo era a medias.
Este pintor en realidad no pintaba para vivir de ello, pintaba porque era lo que más le gustaba, tanto le gustaba, que a veces se le olvidaba comer, pagar su casa o hasta salir a que le diera el aire, él se sumergía en sus cuadros y así pasaban los días.

Pero no es oro todo lo que reluce, un día metido en su último cuadro, un bosque amarillo, con árboles torcidos grises y azules y un montón de hierba entre naranja y roja, se dio cuenta de que se había perdido, sólo veía resplandores de luz aquí y allá y no sabía volver a su casa, dónde se encontraba su cuerpo, encorvado, con la nariz pegada al cuadro.
El pintor no paraba de buscar la salida, porque estar ahí dentro daba un poco de miedo, cuando por fin consiguió salir de lo que estaba pintando estaba muy asustado.

Pasó el tiempo y el pintor ya no se olvidaba de comer, ni de pagar, ni de salir a dar paseos, porque era lo único que hacía, ya no pintaba, tenía miedo de ponerse a pintar porque no quería volver a quedarse atrapado ahí dentro. Un día, dando un paseo, el pintor se quedó ciego, no sabe cómo ni por qué, pero ya no veía nada. Pidió ayuda y un vecino que estaba por ahí lo llevó al doctor, que no encontró una explicación para esa ceguera repentina. Nadie sabía que le pasaba y el pintor ya no salía de su casa, intentaba aprender a vivir con esa discapacidad.

El caso es que, antes de quedarse ciego, tenía tanto miedo a pintar que había llegado a odiar la pintura, pero como el ser humano es así de raro ahora, que no podía, sólo quería volver a pintar. Ya no tenía miedo solo tenía pena, mucha pena y esa pena no le dejaba comer, ni salir, ni buscar ayuda o una explicación a su ceguera.

El pintor ya no era medio guapo, ni medio simpático, ni se relacionaba con nadie. Tiró sus cuadros, que olían a óleo y le recordaban lo que había pasado y dejaba pasar los días escuchándose por dentro, que era lo único que podía hacer.

De tanto escuchar, escuchó una voz y la voz le decía que abriera las ventanas de su casa, como no veía, hacía tiempo que se había encerrado a cal y canto en su casa, sin luz, total, no la necesitaba.
Él no quería abrir las ventanas, pero tanto le insistía la voz que se levantó y abrió un ventanuco muy pequeño, entonces ¡zas! Un destello blanco iluminó la casa y el pintor veía, muy poquito, apenas distinguía formas, pero al menos veía la luz que entraba por la ventana.

El pintor se volvió loco de alegría, empezó a abrir todas las ventanas gritando de emoción, tanto gritó que sus vecinos fueron a ver que pasaba y cuando estaban allí todos les preguntó si alguno sabía lo que le pasaba y había ido a susurrarle que abriese las ventanas, la gente que estaba allí pensó que se había vuelto loco, que se lo había inventado todo porque el cerebro se le había estropeado de tanta sustancia tóxica que antaño había utilizado para pintar. Se fueron marchando y cuando el pintor se quedó solo empezó a pensar que había pasado, entonces se dio cuenta de que aquella voz salvadora era él mismo, que nunca había estado ciego, si no que estaba tan frustrado por el miedo que había dejado de ver para no tener que enfrentarse a ello.
Cogió un pincel y se puso a pintar, no le gustaba lo que le iba saliendo, pero no dejó de hacerlo porque se dio cuenta que pintar era su vida, lo que le mantenía y le hacía feliz.

El pintor volvió a ser guapo y simpático y recuperó la confianza de los vecinos que pensaban que se había vuelto loco.
Aún hoy hace muchas cosas que no le gustan, pero de entre todas ha rescatado partes, colores y formas que sí le gustan y ha creado un cuadro gigante que le recuerda que no siempre todo te hace intensamente feliz, porque la felicidad buena, la que se disfruta, es la que hay que buscar entre los desastres de la vida.
Fin.

martes, 15 de febrero de 2011

Lisboa


En Lisboa había sol, había mar, camareras que hablaban muy rápido y mecánicos a los que era muy difícil entender.

Vimos un puente, un gato gordo que no hacía caso de nada, una Virgen que daba miedo y un barco enorme que parecía que se movía pero estaba quieto.

Un día cruzamos el puente, nos hartamos de subir y bajar cuestas, sobretodo de subirlas. Hicimos chinos de espuma y pasamos calor.

Desayunamos en el aeropuerto y se pasó el tiempo volando. Volvimos sobre ruedas y cuando llegamos se había acabado el verano.

Después llegó el otoño, luego el invierno, la primavera y empezamos otra vez. Así hasta aburrirnos.

Hoy me he despertado echando de menos Lisboa y encima llueve.

martes, 8 de febrero de 2011

Dichos de abuela

Mi abuela es una mujer de dichos y no dichos cualquiera, los dichos de una abuela enrollada.
Yo los tengo casi todos guardados en la cabeza y hoy me he acordado de este: "hay que joderse para no caerse".

Con 24 años encima, acabo de darme cuenta de lo que quiere decir y mientras tanto a ella se le olvida.
Si es que es verdad, hay que joderse para no caerse.

Body Painting

Vídeo para apertura de reportaje de Yo Dona iPad (24 de febrero de 2012).